La campaña interminable
Ya habrá usted leído y escuchado abundancia de opiniones acerca de la bancarrota en la que López Obrador imagina que México está sumido. Conviene dejar claro que este país no está en esa situación. Pero también conviene recordar que el triunfo de López Obrador se cimentó en la construcción de esa creencia. Por una década, él y su equipo insistieron en que México nunca había estado peor. Crearon frases como “¿cuántos más, Calderón?”, “No más sangre”, “Somos 132”, “Nos faltan 43” que repitieron más allá del cansancio, especialmente en las benditas redes. Ninguna de las frases es invención pura, son imágenes, exageraciones, slogans, que van creando una interpretación negativa de la realidad. No falsa, pero sí negativa.

López Obrador ha hecho campaña alrededor de esas ideas, y otras similares, desde hace casi veinte años. El eje de su propuesta es la descalificación de los demás, frente a los que propone utopías. Históricamente, ese método ha funcionado muy bien cuando la sociedad está enojada o angustiada, cuando tiene miedo. En México, especialmente los últimos tres o cuatro años, esos han sido los sentimientos, y gracias a ellos, la campaña de López Obrador fue un rotundo éxito.

Sin embargo, parece que no tiene idea clara de qué hacer ahora. El triunfo puede ser un momento de celebración, o de preparación de lo que viene. Nada de eso ocurre con él, que ha decidido seguir en campaña. El fin de semana inició su tercera, o cuarta, visita del territorio nacional. Y no se trata de una ronda triunfal, según parece, sino de continuar la campaña. Después de dos décadas en ello, tal vez no imagina otra posibilidad.

El problema es que su campaña, decíamos, ha consistido en descalificar a los demás y proponer utopías, y eso, ya habiendo ganado, no tiene mucho sentido. Es más, es peligroso. El exabrupto de la bancarrota es un buen ejemplo. Hablar mal del camello en este momento, cuando hay que venderlo (es decir, atraer inversiones), es una tontería. Pero no poder aceptarlo, y ahora descalificar a sus críticos, que son casi todos, es peor. Si lo que quería era bajar las expectativas de sus clientelas, porque la utopía no ocurrirá, no tiene mucha lógica rebatir las críticas. Más bien parece que no se ha dado cuenta de que ganó. O, como decíamos antes, está aterrado frente a ese hecho porque no tiene idea de qué hacer ahora.

El ejemplo de la bancarrota es útil porque es el más reciente, pero abundan las indicaciones de esta falta de dirección: con el aeropuerto, los contratos energéticos, la distribución de las secretarías, entre otras. Lo único claro hasta ahora es la voluntad de concentrar todo el poder posible en su persona. De eso no debería haber dudas: mayorías (artificiales) en las cámaras, coordinadores estatales, resucitación de sindicatos.

Pero esta acumulación de poder no resuelve el problema básico: no sabe qué hacer. Aunque pueda todavía descalificar al gobierno actual, o a los treinta años de bancarrota, en menos de tres meses la responsabilidad de lo que ocurra será de él. Y las utopías anunciadas no ocurrirán, porque son utopías. En esto, abundan los ejemplos de partidos de izquierda que han llegado al poder ofreciendo el mismo tipo de cosas y jamás han podido cumplir, porque no se puede, no es magia. Puede uno fingir por unos años, si hay dinero de sobra (como en el gobierno de Lula, o el de Chávez), pero tarde o temprano se acaba el margen, y todo termina igual que antes, o peor.

A lo mejor ya vieron que el margen que imaginaban no existe, y desde hoy quieren cargar la bancarrota a los que se van. Pues no, por el momento, bancarrota no hay. Si ocurre, la responsabilidad, insisto, será de él.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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