Les regalamos alegremente el mando absoluto
Vaya paradoja: para desembarazarnos de una casta de politicastros corruptos le acabamos de otorgar facultades ilimitadas a una pandilla de la misma estirpe. Los de Morena van de puros, desde luego, pero el poder absoluto corrompe absolutamente (dicen los que saben).

Pudiéremos conferir a los nuevos inquilinos de nuestro Congreso bicameral el beneficio de la duda y suponerlos no sólo inmaculados de corazón sino llevados de la mano por un líder idealista, bienintencionado y honesto. Pero, así fuere que no comiencen todavía a solazarse en su nueva condición de soberanos supremos de la cosa pública, muy pronto habrán de caer en tentación. Son humanos, oigan, y la carne es débil.

Por lo pronto, se las apañaron ya para agenciarse los servicios de unos representantes populares por los que votó la gente creyendo que portaban otra camiseta. Los del Verde, o sea, maridados en las antepasadas elecciones generales con los denostados priistas del vilipendiado Enrique Peña y, en tiempos un tanto más anteriores pero no demasiado remotos, arrejuntados con los estigmatizados panistas del menoscabado Vicente Fox en esa mentada “Alianza por el Cambio” que llevó al rústico guanajuatense hasta la mismísima silla presidencial.

Han sabido manejarse, qué duda cabe, los notables del único partido ecologista de este rincón de la Vía Láctea que haya promovido la pena de muerte, y ahora mismo saben tan perfectamente la dirección en que sopla el viento que ya traficaron con cinco de sus falangistas para contribuir a la gran causa morenista, a saber, la madre de todas las mayorías.

Podrán así, los bautizados por Obrador, hacer y deshacer, transformar y destransformar, reglamentar y desreglamentar, ordenar y desordenar, disponer y predisponer, prevenir y desprevenir para que nosotros, los ciudadanos de a pie, nos enteremos, de una buena vez por todas, de quién manda en este país.

Ser mandados, por lo visto, es lo que nos hacía falta a los mexicanos desde hace no sé cuántos sexenios del Señor. Añorábamos el yugo, vamos. Echábamos de menos aquellos tiempos inmemoriales en que los señorones senadores de la Cámara-no-tan-baja y los señoritos diputados de la Cámara-muy-bajísima cantaban todos al unísono y exhibían una ejemplarísima unidad —sin disensos ni discordias ni estériles obstruccionismos— hermanados obedientemente en torno a la figura del señor de los señores, ahí sí, el Señor Presidente de la República de Estados Unidos Mexicanos.

Pues, lo hemos logrado, raza. Ya lo tenemos ahí, a nuestro Congreso monolítico. Ya no habrá molestos y fastidiosos opositores que puedan, por ahí, prohibirle al Primer Mandatario de la nación emprender un viaje al extranjero en su eminente categoría de jefe de Estado. ¡Se lo hicieron a Fox, miren ustedes, los de la oposición de entonces! Y el hombre apechugó, qué caray, sabiendo que eso no era política, ni mínima politiquería tampoco, sino estrictas ganas de joder. ¡De México no sales, Presidente, a menos que pidas permiso cuando te lo pidamos nosotros! ¡Nada de ir por libre y de creerte jefe todopoderoso del Ejecutivo! ¡Aquí también comandamos los del Legislativo, faltaría más!

¡Qué momentos aquellos, estimadísimos lectores! Imaginar algo así aquí y ahora es punto menos que inimaginable. Los cuatro gatos de la oposición que tenemos en las antedichas Cámaras no tienen ya ni los arrestos de tomar la tribuna para hacer oír sus cascadas voces porque esa franquicia ha sido siempre una de las prerrogativas exclusivísimas de los izquierdosos incendiarios y, ahora que han alcanzado un poder realmente real y efectivo, es imposible que se les ocurra siquiera posibilitar cualquier posible alternancia —así fuere de lo más fugaz, efímera y transitoria— en la ancestral práctica de los asaltos al púlpito mayor de la sala de sesiones. Es parte del folclor, además. Las tradiciones se guardan, se salvaguardan y se preservan, sí señor.

Así las cosas, sorpresas nos dará vida. Que diga, nos las dará nuestro Congreso. Yo en lo personal tenía cierta idea supersticiosa acerca de la sacralidad de doña Constitución, por ejemplo. Pues bien, ellos, los de la mayoría absoluta, podrán cambiar el texto de la Carta Magna a su antojo (cuentan con los Congresos de las entidades federativas para hacerlo, así que no tendrán problema alguno). Se harán de un texto constitucional a modo, y fundamentarán así legalmente todas y cada una de las iniciativas que tengan en mente, todas y cada una de sus ocurrencias —y las del señor de arriba—, todos y cada uno de sus caprichos legislativos, y todas y cada una de las disposiciones que puedan inventar para tener un control total sobre la vida pública (y, a lo mejor, privada) de este país.

Para disfrutar de un modelo así, exactamente así, fue que el pueblo sabio votó el pasado 1º de julio. ¡Qué sabiduría!

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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