¿Comenzamos ya a pagar la factura?
Las palabras importan. Cuando a la prensa que no te glorifica la calificas de “enemigo del pueblo” — como ha soltado Donald Trump, en una de las más groseras ofensivas en contra de las prerrogativas garantizadas por la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos—, cuando en un acto de campaña tus seguidores braman “¡enciérrenla, enciérrenla!” cada vez que te refieres a tu competidora en la carrera a la presidencia, cuando consagras un discurso plagado de zafiedades y excesos, cuando te solazas en la invectiva y la ofensa descarada, cuando te permites traspasar abiertamente, delante de todos, los límites de la decencia y, finalmente, cuando legitimas conceptos —refiriéndonos ya a lo que acontece en estos pagos— como el de la “prensa fifí”, o clamas que la “mafia del poder” es la única y primerísima responsable de las miserias del pueblo soberano, entonces muchos individuos particulares, enardecidos por tu destemplada palabrería de demagogo, le dan rienda suelta a sus más primarios impulsos y lo que en un momento hubiere sido natural contención se transmuta en violencia real, en imprudencia, en acoso directo a los adversarios políticos y en actos de abierto salvajismo.

Al pueblo hay que pacificarlo en permanencia, señoras y señores, porque la civilización no la lleva en las venas ni la trae en el patrimonio genético sino que le ha sido impuesta a punta de leyes de obligatorio acatamiento, de infracciones y castigos corporales, administrados todos ellos por un Estado detentor, en exclusiva y en todo momento, de la violencia legítima. ¿Qué pasa, entonces, cuando la intemperancia deja de ser una práctica, digamos, privada y comienza a ser trasmitida desde las alturas del poder? ¿Qué ocurre al consagrarse, abiertamente, la intolerancia? ¿Cuáles son las consecuencias, para la vida pública de una nación, de que el líder máximo ya no practique la moderación sino que recurra al extremismo, olvidándose de que la investidura del primer mandatario entraña una consustancial ejemplaridad?

Lo que acaba sucediendo es que las masas, azuzadas por el gran agitador, se embarcan en una aventura colectiva que termina por abrirle las puertas a unos regímenes primeramente autoritarios y, al final, declaradamente fascistas, aunque pretendan atender las causas más elevadas y los más sagrados de los principios.

El populista no se contenta sólo de exhibir, él mismo, la posible vulgaridad del hombre de a pie. Hay, en su condición, algo mucho más deletéreo: se sirve de la mentira, distorsiona cifras, engaña y, lo peor, arremete contra “el sistema”, es decir, contra las instituciones, en una estrategia de acoso y derribo que, promoviendo el desprestigio, se conecta directamente con los ciudadanos más enfurecidos, los más descontentos, los más rencorosos y, desde luego, los menos informados. Toda esa gente que te suelta que “todos son iguales” —igual de malos los políticos, esto es, sin distinción alguna entre unos y otros—, que imagina un mundo hecho todo entero de tenebrosas conspiraciones, que desconoce cualquier valoración para descalificar de un plumazo a una “prensa vendida” en la que los mercenarios serían tanto el New York Times como el Washington Post —y, aquí, la práctica totalidad de los medios salvo, tal vez, cierto diario de izquierda militante—, que cultiva una visión absolutamente fanática de las cosas, en blanco y negro, sin cabida para los infinitos matices del gris y que, finalmente, se adhiere por decisión propia a un pensamiento inmune a la razón, toda esa gente —repito— se siente de pronto representada a cabalidad: su voz es por fin escuchada, llegó alguien que trasmite sin ambages su descontento y que, encima, va a resolver los problemas de siempre (reducidos, dicho sea de paso, a una cuestión binaria, a algo muy elemental que, por alguna extrañísima razón, los gobernantes de antes no pudieron, o no quisieron, desentrañar).

El ciudadano de buena voluntad necesita de un elemento fundamental para integrarse de manera positiva en la estructura social: una mínima fe en la bondad de las instituciones democráticas. Tiene que poder confiar. Requiere de creer que sí hay justicia —así de imperfecta como pudiere ser su administración—, que las elecciones son confiables o que las estadísticas oficiales son creíbles. Pues bien, la estrategia más socorrida de los demagogos populistas es descalificar a las instituciones emprendiendo, a las primeras de cambio, una aviesa campaña de desprestigio. Resulta entonces que nada es ya lo que parecía ser. Todo está podrido: hay que sanear la ciénaga de Washington, desconocer unos resultados electorales que son forzosamente dudosos o, de plano, decretar la extinción pura y simple de una agencia gubernamental incómoda.

Trump no ha podido desmantelar el departamento de Justicia de su país pero, aquí, con una mayoría absoluta en nuestro Congreso bicameral, las acometidas de Morena contra el Poder Judicial y los organismos autónomos del Estado mexicano serán mucho más rentables. Los populistas se aparecen para destruir, aunque pretendan lo contrario, porque su primer designio es el poder personal. En los Estados Unidos, el ejemplar sistema de pesos y contrapesos instaurado por los padres fundadores asegura un mínimo equilibrio entre los Poderes. En México somos mucho más vulnerables como sistema. La consulta popular celebrada este fin de semana, amañada y arbitraria, es una prueba de ello.

Nuestra experiencia populista comienza ya a pasarnos factura, antes de siquiera haber comenzado.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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