México, 1968
Hoy se cumplen 50 años de la masacre de Tlatelolco. De lo ocurrido en el movimiento, y en ese 2 de octubre, no comento nada. Es preferible leer Los días y los años, de Luis González de Alba, testigo y protagonista. El libro de referencia en ese tema.

Ya ayer comentamos con usted el contexto internacional en que ocurrió el movimiento estudiantil en México. Espero que eso le ayude a entender (no a aprobar) la perspectiva que tenía el gobierno mexicano. En países mucho más sólidos, meses antes, los gobiernos habían estado a punto de caer, los políticos más importantes habían sido asesinados. A nivel global, era evidente la coordinación de varios de estos movimientos alrededor de algo llamado Nueva Izquierda, que combinaba diversas corrientes ideológicas que intentaban modernizar el marxismo y adaptarlo a una sociedad que empezaba a ser postindustrial.

Hasta el inicio de esa década, el régimen de la Revolución no había sido esencialmente represor (después de la Cristiada, se entiende). La ideología del Nacionalismo Revolucionario le daba una gran flexibilidad para cooptar adversarios. Incluso la disidencia interna del régimen tenía espacios. Desde 1938, ya no hubo intentos claros de rebelión. Pero en la década de los sesenta se hizo más difícil abarcar todo. Para evitar un sindicalismo independiente, se reprimió la huelga de ferrocarrileros y se encarceló a los dirigentes. Algo parecido ocurrió con los maestros. Fue asesinado Rubén Jaramillo, líder campesino morelense.

El régimen no tenía herramientas para entender lo que pasaba en 1968, y menos en el contexto internacional que ya comentamos. De un simple enfrentamiento callejero, el movimiento creció en dos meses hasta convertirse en algo que para Díaz Ordaz no podía entenderse sin una intervención extranjera, posiblemente buscando lograr en México lo que no habían podido alcanzar en Alemania, Francia o Estados Unidos. Esa ceguera le abrió el espacio al ambicioso secretario de Gobernación, Luis Echeverría, que sabía que en ese movimiento se jugaba la sucesión presidencial.

Así como en los otros países las imágenes de los enfrentamientos minaron la legitimidad de la izquierda, en México lo hicieron con el régimen mismo. Los militares persiguiendo, golpeando, deteniendo a los jóvenes. La plaza ensangrentada, con restos de ropa, con tanquetas ocupando prácticamente el centro de la capital, se convirtieron en una muestra clara de que el régimen no gobernaba para los mexicanos, sino para ellos mismos. Cualquier resto que quedara de la legitimidad revolucionaria terminó hace 50 años. Desde entonces, lo que queda es cinismo.

Mientras que en el resto del mundo 1968 significa un viraje a la derecha, y una nueva forma de manejar las economías, en México ocurrió exactamente lo contrario. La presidencia que Echeverría ganó con la masacre, y fortaleció el 10 de junio de 1971, es su instrumento para mover a México hacia la izquierda populista. En su gobierno se abrieron universidades, se amplió la nómina pública, se gastó dinero que no se tenía, y se financió la locura con deuda externa, que no pudo pagarse hacia el final del sexenio. Su sucesor continuó parte de ese camino, pero aderezado de sueños de grandeza basados en una potencial riqueza petrolera. Esos doce trágicos años terminaron en la peor crisis económica del país, y la quiebra del régimen de la Revolución. Hubo que dedicar una década a recuperarnos, e intentar la modernización del país por tercera ocasión. Como usted sabe, esa etapa ya también ha terminado.

El movimiento estudiantil de 1968 fue mitificado por varios participantes. Frecuentemente se considera el inicio de la lucha por la democracia. No estoy seguro de ello. Pero sí creo que, desde entonces, el cinismo se apoderó de nosotros: desapareció la legitimidad, y nos acostumbramos a la fatalidad de un sexenio tras otro.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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