¿O sí?
Porque no quiere hacer sorna de los rigores formales del INE —Institución en la que se basarán los procesos electorales de su periodo— ni de los millones de personas que cada tres años han participado en los ejercicios electorales, de los demócratas mexicanos de carne y hueso, que han seguido las directrices del INE, organizando ahora de manera centralizada todas las corruptelas electorales del pasado que llevó décadas controlar.

Porque no quiere lanzar una afrenta a la opinión pública que siguió toda la caricatura de consulta. Porque no tiene argumentos en contra de la demoscopia, una disciplina con bases científicas que descalifica todo el ejercicio, desde la instalación de las casillas y su ubicación, la redacción de los reactivos, hasta la inducción del voto como forma de promoción tramposa de la voluntad, esa disciplina universal que arroja resultados coincidentes totalmente inversos a los de la consulta, dos a uno en contra de Santa Lucía. Porque no quiere traicionar a los constructores de la democracia mexicana a los que tanto invoca. Porque le resultaría imposible sostener la farsa frente al sentido común.

Porque no quiere lanzar una provocación a los informadores, observadores profesionales o casuales, frente a la cascada de irregularidades y manipulaciones de las que hay millones de testigos. Porque no quiere mandar esa señal —la de ser un manipulador— a sus seguidores, que son millones que podrían pensar que ellos también lo fueron y podrían ser señalados como tales: manipulados. Porque no quiere comenzar su gobierno insultando e invocando a los que “callaron”, una masa amorfa de personas que según él traicionaron a la patria con su silencio, o lanzando epítetos hirientes y agresivos como “momias” o “pregoneros” simplemente por no coincidir con su visión. Porque en democracia nadie es dueño de la moral pública y quien lo pretende resbala en el sacerdocio.

Porque no quiere ser el nuevo padre del acarreo en pleno siglo XXI, de un acarreo que circuló por las pantallas del mundo. Porque no quiere llegar bajo la sospecha de ser el autor intelectual del nuevo autoritarismo mexicano. Porque sabe que los resultados no tienen ninguna fuerza vinculatoria y sólo un ignorante o un perverso puede adjudicarles esa calidad. Porque ha dicho que quiere ser un buen presidente y —de ser honesta su declaración— sabe que un buen presidente nunca engaña —o lo pretende burdamente— menos aun cuando la trampa se pasea desnuda por todo el mundo. Porque tiene salidas y debe aprovecharlas. Porque no quiere enviar a los observadores internacionales —las calificadoras entre otros— la imagen de ser capaz de semejante triquiñuela.

Porque la autoevaluación es un sofisma, un acto de cinismo que no merece un país de 125 millones de habitantes, nuestro país, México. Porque no debería querer dar pie para que lo comparen con Maduro. Porque no quiere que los inversionistas registren como sello de cuna de su gestión un acto antidemocrático. Porque no quiere que empiecen las especulaciones de todo tipo sobre sus verdaderas intenciones. Porque no quiere dejar una huella hedionda e imborrable de su capacidad de mentira. Porque no debe comenzar amenazando con reformas constitucionales para hacer “consultas” —autoconsultas, farsas como está— so pretexto de cualquier capricho personal. Porque —con todo y Cuarta Transformación— necesita estabilidad política y en los mercados.

Porque después de la gran legitimidad que logró no desea mostrarse como un incipiente gobernante autoritario. Porque perdería toda autoridad moral frente a sus interlocutores. Porque les daría un amplio margen de crítica a sus adversarios haciéndose a sí mismo más difícil su trabajo, el de ser presidente. Porque no quiere que muchos de los votantes que estuvieron con él y que son demócratas convencidos sientan desde ahora vergüenza por este acto indefendible. Porque se convertiría de inmediato en símbolo del desperdicio, despilfarro de su bono democrático, esos que se desvanecen en instantes.

Porque él no quiere pasar a la historia como un dinosaurio revivido. Porque mandar una señal de ilegalidad organizada desde el poder, les da licencias infinitas a todos los enemigos de la convivencia pacífica, esa que él necesita para sus transformaciones. Porque él no quiere pasar a la historia como un gobernante entre comillas: “consulta”, “reformador”, “demócrata”. Porque no quiere pelearse con los muertos por la democracia mexicana y menos teniendo Tlatelolco en la cabeza.

Por todo lo anterior y mucho más, la mejor salida que le queda es la cancelación de la consulta. Sería una reacción sagaz, de verdadera autocrítica y de sensatez. De no hacerlo evidenciará su insensibilidad o algo aún más grave... su
inmensa vanidad.

¿O quizá, si quiere?


Artículo Anterior Artículo Siguiente