Un amigo mío muy querido me cuenta por qué votó por Obrador. No resultó esa decisión suya de componentes ideológicos ni de preferencias partidistas —ni mucho menos del natural encantamiento que despierta una figura providencial— sino de su muy personal y directa experiencia de lo humano, por decirlo de alguna manera: profesor universitario, este hombre sigue de cerca los aconteceres cotidianos de sus alumnos y se preocupa por su futura bienandanza; de pronto, uno de los jóvenes, de los más empeñosos y dedicados, le informa de que ya no podrá seguir los cursos porque no le alcanza, simplemente, el dinero para poder pagar la colegiatura mensual. Estamos hablando de un muchacho brillante, emprendedor e ilusionado por un futuro mejor, que renuncia por la fatalidad de fuerzas externas a proseguir unos estudios que no sólo le entusiasman sino que le podrían asegurar mejores condiciones de vida y provechosas oportunidades al finalizar la carrera.
Pues, no, miren: todo se acaba a partir del momento en que ya no hay manera de que cubra las cuotas, así de trivial que pueda parecer este trámite. Proveniente de una familia con problemas —viven todos en un barrio asolado por la inseguridad, el padre no trabaja, los hermanos han dejado de estudiar y la única que parece tener un mínimo control sobre los temas de la vida de todos los días es la mamá— el chico se enfrenta, súbita y brutalmente, a la imposibilidad de las cosas: ya no podrá estudiar, no logrará sus sueños ni conseguirá las metas que en algún momento le parecían alcanzables. No sólo eso: el mundo se le aparecerá bruscamente iluminado por los colores de una injusticia fundamental, como un escenario en el que las oportunidades se cierran y la fatalidad se consolida como una fuerza absoluta e inamovible.
Mi amigo promulga, entonces, que en ese universo de mexicanos olvidados —de destinos prometedores que debieran encontrar ayudas, apoyos y comprensión, pero que son ignorados con descarnada insensibilidad— debía aparecerse un gran transformador del orden de las cosas, alguien que pudiere instaurar una nueva sociedad, más justa —o sea, menos desigual— y, sobre todo, no dirigida a garantizar los intereses de una casta de cínicos expoliadores sino a atender las necesidades de los últimos de los últimos, a saber, la mitad de los pobladores de este país.
No fue cuestión, entonces, de votar por los agentes continuadores de la escandalosa corrupción que nos asola, por esos herederos dedicados a la impune distribución de negocios para los mismos privilegiados de siempre, sino de preferir la única opción posible, a saber, la de un candidato que promete ocuparse, precisamente, de los mexicanos más marginados, de todos aquellos que, sin figurar en la agenda de prioridades de una casta de politicastros dedicados al saqueo, son los que más necesitan los beneficios de las políticas públicas.
Todo esto lo entendí. Tengo mis dudas, sin embargo. Porque, la gran solución al colosal problema de la falta de oportunidades y de la exclusión social no pasa por la instauración de un sistema dominado por un partido político detentor de la mayoría absoluta, ni por la implementación de un régimen presidencialista como el de los tiempos del PRI más cavernario, ni por la consagración de un supremo Tlatoani supremacista, ni por el diseño de políticas públicas irresponsables y gravosas para las finanzas del Estado, sino por la preservación de lo poco que ya tenemos como sociedad, es decir, por la salvaguarda de unos principios tan esenciales como la supremacía del individuo, la libertad de expresión, el imperio de las leyes y, en su conjunto, los valores de la democracia liberal.
Me dicen, los moderados que siguen al presidente electo, que hemos alcanzado la categoría de un conjunto social de individuos enterados y conscientes capaces, en todo momento, de enfrentar las ofensivas del poder y reclamar nuestra condición de ciudadanos. Pienso, por el contrario, que nuestras potestades están fatalmente reducidas: mandan nuestros congresistas, señoras y señores, ellos son quienes tienen la sartén por el mango. Cuando les apetezca, van a eliminar la Reforma Educativa, acabarán con cualquier vestigio posible de “modernidad” en nuestras leyes y decretarán un mundo nuevo hecho de cómodas prebendas, amparos y socorros sustentados en costosísimos excesos presupuestales.
Tiene razón, mi amigo: los olvidados de México necesitan ser asistidos. Pero, no así.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pues, no, miren: todo se acaba a partir del momento en que ya no hay manera de que cubra las cuotas, así de trivial que pueda parecer este trámite. Proveniente de una familia con problemas —viven todos en un barrio asolado por la inseguridad, el padre no trabaja, los hermanos han dejado de estudiar y la única que parece tener un mínimo control sobre los temas de la vida de todos los días es la mamá— el chico se enfrenta, súbita y brutalmente, a la imposibilidad de las cosas: ya no podrá estudiar, no logrará sus sueños ni conseguirá las metas que en algún momento le parecían alcanzables. No sólo eso: el mundo se le aparecerá bruscamente iluminado por los colores de una injusticia fundamental, como un escenario en el que las oportunidades se cierran y la fatalidad se consolida como una fuerza absoluta e inamovible.
Mi amigo promulga, entonces, que en ese universo de mexicanos olvidados —de destinos prometedores que debieran encontrar ayudas, apoyos y comprensión, pero que son ignorados con descarnada insensibilidad— debía aparecerse un gran transformador del orden de las cosas, alguien que pudiere instaurar una nueva sociedad, más justa —o sea, menos desigual— y, sobre todo, no dirigida a garantizar los intereses de una casta de cínicos expoliadores sino a atender las necesidades de los últimos de los últimos, a saber, la mitad de los pobladores de este país.
No fue cuestión, entonces, de votar por los agentes continuadores de la escandalosa corrupción que nos asola, por esos herederos dedicados a la impune distribución de negocios para los mismos privilegiados de siempre, sino de preferir la única opción posible, a saber, la de un candidato que promete ocuparse, precisamente, de los mexicanos más marginados, de todos aquellos que, sin figurar en la agenda de prioridades de una casta de politicastros dedicados al saqueo, son los que más necesitan los beneficios de las políticas públicas.
Todo esto lo entendí. Tengo mis dudas, sin embargo. Porque, la gran solución al colosal problema de la falta de oportunidades y de la exclusión social no pasa por la instauración de un sistema dominado por un partido político detentor de la mayoría absoluta, ni por la implementación de un régimen presidencialista como el de los tiempos del PRI más cavernario, ni por la consagración de un supremo Tlatoani supremacista, ni por el diseño de políticas públicas irresponsables y gravosas para las finanzas del Estado, sino por la preservación de lo poco que ya tenemos como sociedad, es decir, por la salvaguarda de unos principios tan esenciales como la supremacía del individuo, la libertad de expresión, el imperio de las leyes y, en su conjunto, los valores de la democracia liberal.
Me dicen, los moderados que siguen al presidente electo, que hemos alcanzado la categoría de un conjunto social de individuos enterados y conscientes capaces, en todo momento, de enfrentar las ofensivas del poder y reclamar nuestra condición de ciudadanos. Pienso, por el contrario, que nuestras potestades están fatalmente reducidas: mandan nuestros congresistas, señoras y señores, ellos son quienes tienen la sartén por el mango. Cuando les apetezca, van a eliminar la Reforma Educativa, acabarán con cualquier vestigio posible de “modernidad” en nuestras leyes y decretarán un mundo nuevo hecho de cómodas prebendas, amparos y socorros sustentados en costosísimos excesos presupuestales.
Tiene razón, mi amigo: los olvidados de México necesitan ser asistidos. Pero, no así.
revueltas@mac.com
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