Se me ponen los pelos de punta de imaginar el momento en que entrarán las máquinas para demoler, de plano, la estructura de lo que iba a ser un modernísimo aeropuerto, un proyecto que México merecía totalmente en esa condición de gran país a la que aspira.
¿Qué harán con la cimentación de las pistas, por cierto? Miles y miles de metros cuadrados han sido ya recubiertos de concreto y podemos suponer, justamente por la naturaleza del terreno, que no estamos hablando de una simple losa de poco espesor sino de una armazón bien enterrada en el subsuelo. Todo eso se construyó, dicho sea de paso, en un terreno salitroso que no sirve para cultivar nada. En cuanto a la disyuntiva “aeropuerto o lago”, es falsa: la laguna Nabor Carrillo no se iba a vaciar.
El elemento simbólico de la demolición es fortísimo: o sea, que los mexicanos hemos elegido a un destructor. Así. Y el personaje se conecta, desafortunadamente, con una oscura parte de nosotros, con esa suerte de vocación ancestral que nos hace preferir lo escaso, lo incompleto, lo fragmentario y lo exiguo.
Somos un país de proyectos inacabados: de una torre Pemex que se quedó a medias; de pretendidos “anillos periféricos” que no son ni una cosa ni la otra porque, interrumpidos en CDMX o en Guadalajara, cuando vas conduciendo no puedes terminar un verdadero trayecto circular; de “libramientos” mezquinamente diseñados; de carreteritas mortíferas y pasos peatonales inexistentes; de ferrocarriles que circulan a velocidades antediluvianas; de transportes públicos absolutamente miserables; es decir, de infraestructuras absolutamente insuficientes.
Nuestro futuro presidente, en su ánimo de pequeñez, se hermana entonces con todos esos conciudadanos embelesados por la visión de un México postrado en sus leyendas de siempre —un país que no se puede mover porque cualquier atisbo de modernidad significa una traición a su mítico pasado— y, a partir de ahí, se dispone a emprender su gran tarea aniquiladora.
Un demoledor, como decía. Ya puestos, hay que preguntarle, ¿quién va a pagar por la brutal destrucción de la obra que miles de mexicanos construyeron en Texcoco?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
¿Qué harán con la cimentación de las pistas, por cierto? Miles y miles de metros cuadrados han sido ya recubiertos de concreto y podemos suponer, justamente por la naturaleza del terreno, que no estamos hablando de una simple losa de poco espesor sino de una armazón bien enterrada en el subsuelo. Todo eso se construyó, dicho sea de paso, en un terreno salitroso que no sirve para cultivar nada. En cuanto a la disyuntiva “aeropuerto o lago”, es falsa: la laguna Nabor Carrillo no se iba a vaciar.
El elemento simbólico de la demolición es fortísimo: o sea, que los mexicanos hemos elegido a un destructor. Así. Y el personaje se conecta, desafortunadamente, con una oscura parte de nosotros, con esa suerte de vocación ancestral que nos hace preferir lo escaso, lo incompleto, lo fragmentario y lo exiguo.
Somos un país de proyectos inacabados: de una torre Pemex que se quedó a medias; de pretendidos “anillos periféricos” que no son ni una cosa ni la otra porque, interrumpidos en CDMX o en Guadalajara, cuando vas conduciendo no puedes terminar un verdadero trayecto circular; de “libramientos” mezquinamente diseñados; de carreteritas mortíferas y pasos peatonales inexistentes; de ferrocarriles que circulan a velocidades antediluvianas; de transportes públicos absolutamente miserables; es decir, de infraestructuras absolutamente insuficientes.
Nuestro futuro presidente, en su ánimo de pequeñez, se hermana entonces con todos esos conciudadanos embelesados por la visión de un México postrado en sus leyendas de siempre —un país que no se puede mover porque cualquier atisbo de modernidad significa una traición a su mítico pasado— y, a partir de ahí, se dispone a emprender su gran tarea aniquiladora.
Un demoledor, como decía. Ya puestos, hay que preguntarle, ¿quién va a pagar por la brutal destrucción de la obra que miles de mexicanos construyeron en Texcoco?
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