Disputa por la nación: contexto
El jueves, los legisladores de Morena anunciaron una iniciativa para limitar las comisiones que cobran los bancos. Las acciones de éstos cayeron de forma abrupta, arrastrando al resto del mercado de valores, y generando presión sobre el tipo de cambio. Por la noche, apareció un boletín del equipo económico del presidente electo llamando a la coordinación, pero el viernes la caída continuaba. Sólo las declaraciones de López Obrador, de que no habría modificaciones en leyes, por el momento, tranquilizó a inversionistas, y frenó las caídas. En el mercado de bonos, sin embargo, la tasa de interés regresó al nivel que había alcanzado después del anuncio de la suspensión del NAIM, que es la más alta desde la crisis de 2008.

Tanto la suspensión del aeropuerto como el anuncio de intervención en el mercado bancario han sido motivo de grandes polémicas, en redes, medios, y en la conversación diaria. Hay diversas interpretaciones: se quiere controlar mercados, son señales para medir respuestas, se busca separar el poder político del económico, se trata de incompetencia pura, etc.

En estas interpretaciones se mezclan muchos temas y eso impide una discusión ordenada y, por lo mismo, contar con evidencia clara para sustentar o desechar dichas interpretaciones. Debemos reconocer que la discusión no es abstracta: no hablamos de si es bueno o malo que haya comisiones bancarias, o de si el Estado debe controlar al mercado. La discusión debe referirse a la realidad actual de México, porque son decisiones del gobierno, no charlas de café. Permítame, durante la semana, ofrecerle algunas ideas para esa discusión.

México es un país muy desigual, como todos sabemos, que no ha podido superar el nivel de ingreso medio. En ello, es muy parecido al resto de América Latina. Somos el continente más desigual (y más violento) del mundo. Estoy convencido de que eso tiene un origen histórico. Leandro Prados de la Escosura ha demostrado que la gran desigualdad en América Latina ocurre a fines del siglo XIX y durante el siglo XX. La explosión de la economía industrial (lo que muchos llaman capitalismo) requería materias primas, que proveían diversos continentes a Europa. Ahí se construyeron fortunas inmensas, que en América Latina fueron capturadas por las élites gobernantes de las naciones que se habían independizado medio siglo antes.

En México, esto ocurre poco después de la más grande redistribución de riqueza que hemos vivido: la República Restaurada. El triunfo de los liberales no sólo significó presidencias eternas (Juárez hasta su muerte, Díaz por treinta años), sino también una recomposición del poder económico. La desamortización de los bienes del clero (y de pueblos y ejército) transfirió la riqueza acumulada durante 300 años a manos de los liberales, que se convirtieron en la élite del Porfiriato, sobrevivieron a la Revolución en matrimonio con los generales, y fueron los capitalistas de compadrazgo del priismo.

Las grandes fortunas en México se han hecho alrededor de los privilegios del poder político. Desde las concesiones de construcciones y minas con Juárez y Díaz, a bancos y empresas en el siglo XX, el acceso al dinero ha pasado por el acceso al poder. Dicho de otra forma: no tiene sentido el argumento de que el poder político ahora controlará al poder económico, porque éste ha sido creado por aquél. De hecho, la única época en la que hemos logrado una paulatina independencia del poder económico ha sido durante los últimos 25 años, empezando con el TLCAN, que por primera vez abrió garantías legales, independientes de la política, para las empresas.

Por todo esto, lo que vemos hoy es más bien el intento de acabar con esa pequeña independencia, y regresar al poder político la capacidad de decidir presente y futuro de la riqueza. Es el retorno al capitalismo de compadrazgo, no con Limantour, sino con Riobóo.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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