Disputa por la nación: crimen
La inexistencia de Estado de derecho en México no es una coincidencia, sino una decisión. Las leyes son el instrumento que tienen las personas normales para defenderse de los poderosos. Si en México las leyes no se aplican, es precisamente porque los poderosos lo impiden. Y nadie es más poderoso que los políticos. México ha vivido bajo regímenes autoritarios prácticamente toda su existencia. Algunos creen que tuvimos unos momentos de democracia por ahí de 1910, pero eso no es totalmente claro. Lo más cercano a la democracia lo vivimos de 1996 en adelante. Nuestros votos valían lo suficiente como para sacar al PRI del poder que había obtenido con la Revolución, y que amenazaban no dejar sino a balazos.

Para que las leyes funcionen, deben aplicarse a todos. Y para aplicarlas a todos, es necesario castigar a quien no las cumple. En México eso no ha sido la norma. Durante el siglo XX, las leyes eran un adorno, una sugerencia, un instrumento que se aplicaba sólo cuando lo necesitaba el poderoso. Es decir, no eran.

Por lo mismo, a los mexicanos se nos complica mucho castigar al que no cumple. Y por eso tantos mexicanos hacen caso omiso de las leyes, desde los reglamentos de tránsito hasta el pago de impuestos, pasando por lo que a usted se le ocurra. Sin leyes, sólo el poder funciona, y por eso le damos tanta importancia.

Cuando el poder dejó de estar concentrado en una sola persona, a través de una estructura muy claramente definida, el país empezó a venirse abajo. Los gobernadores se volvieron sátrapas con ganas de enriquecerse de golpe, y por generaciones; los criminales decidieron construir sus propios Estados; los líderes sindicales, convertirse en políticos poderosos. El tercer intento de modernización de México empezó a hacer agua justo en ese aspecto. No es la economía la que ha fallado: de 1996 a la fecha, México ha crecido más que Brasil, Rusia, o los países de Europa Occidental, y por eso seguimos en ruta a ser la séptima economía del mundo en 10 años. Lo que se desplomó es la convivencia, al dejar atrás un régimen autoritario sin establecer reglas claras y aplicarlas parejo.

Desesperados por esta trayectoria, los mexicanos decidieron apostar por un cambio radical. Esa decisión, además, se vio favorecida por un entorno internacional también de enojo y radicalismo. Pero quienes recibieron el apoyo de la población tienen una interpretación de lo que ocurre en el mundo muy diferente. Ellos creen, y es una creencia generalizada en el mundo, que el enojo de la población tiene su origen en la economía. Ya se hizo tópico el que la desigualdad en el mundo ha crecido, y por eso la polarización política. Pero no es cierto. La desigualdad sólo ha crecido en países anglosajones y en China: el resto del mundo ha mantenido o reducido su desigualdad, al interior de los países y entre ellos. Así ha sido en México, por cierto.

Pero quienes tienen hoy el poder creen que los problemas vienen de la economía, y aseguran que esto se debe al poder económico, que ha abusado de los demás. Y están dispuestos a enfrentarlo, dicen, aunque todo indica que lo que buscan es suplantarlo. El mal diagnóstico, la incompetencia y el revanchismo, están logrando que empecemos a tener problemas en donde no había (la economía), mientras que no se resuelven los que sí existían (inseguridad y corrupción).

La gran falla de México, el origen de la desigualdad y del crimen, es la falta de reglas claras y de su aplicación consistente. Se trata de institucionalizar al país, no de inventar soluciones mágicas que dependan de la buena fe de unos pocos elegidos.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


Artículo Anterior Artículo Siguiente