La futura aritmética de la corrupción
La corrupción es algo que ocurre entre el Gobierno y particulares. En su versión más nefaria, la que sobrellevamos en estos pagos, no se circunscribe a tratos en las alturas del poder —como en los países presuntamente decentes— sino que se manifiesta desde los niveles más primarios de la estructura gubernamental: en España, en Alemania o en los Estados Unidos hay muy seguramente grupos de presión que inclinan la balanza en las decisiones de políticas públicas; se celebran también oscuros arreglos entre los responsables de la Administración y alguno que otro potentado. Pero nunca te encontrarás con un agente de tránsito al que puedas siquiera insinuarle una gratificación para evitar la multa por exceso de velocidad ni te extorsionará tampoco el inspector que viene a verificar que el extinguidor de tu negocio funcione.

Nos ha avisado, el señor presidente electo, que a partir del próximo fin de semana las cosas van a cambiar en México: su mera ejemplaridad nos llevará a todos los ciudadanos a comportarnos honestamente y a no buscar salidas fáciles cuando afrontemos las consecuencias de nuestras transgresiones: acudiremos —gustosamente, en el mejor de los casos, o resignadamente tratándose de los más reacios— a las oficinas públicas a apoquinar sanciones, así de descomunales y desproporcionadas que nos parezcan, acataremos escrupulosamente cuantos reglamentos y disposiciones puedan existir en el arsenal jurídico creado por nuestra embrollada burocracia y, finalmente, estaremos dispuestos a perder horas enteras en las filas de la correspondiente oficina para llenar fastidiosos formularios, realizar interminables trámites y cumplir con los agobiantes requisitos exigidos por un sistema diseñado calculadamente para eso: para estorbar, para dificultar absurdamente las cosas, para cansar al individuo animado de inesperado civismo y, a partir de ahí, inducirlo a que unte la mano del empleado público de turno.

Espera Obrador, además, que esa transformación moral de los mexicanos se manifieste de inmediato en la caja registradora. El monto de los denarios en las arcas del Estado se acrecentaría de manera automática al desaparecer el pernicioso azote de la corrupción. Y, no sería poca cosa: ni más ni menos que 500 mil millones de pesos que se utilizarían, ahora sí, para atender las necesidades de un pueblo bueno privado ancestralmente de las mercedes que otras naciones, mejor gobernadas, sí han podido brindarles a sus bienaventurados ciudadanos. El remedio, entonces, lo tenemos al alcance de la mano y uno se pregunta, siendo todo tan fácil, cómo es que parecida empresa de saneamiento nacional no había tenido lugar antes. Naturalmente, mandaba aquí la “mafia del poder”. Sin duda, eso fue lo que pasó, que los mafiosos se repartieron entre ellos todo el pastel y nos dejaron puras migajas a los demás. Y, justamente, por eso le otorgaron los votantes parecidas potestades al mandamás de Morena, para que emprenda la gran tarea de liquidar a los jerarcas de siempre y, de paso, acabar con esos millones de mexicanos corruptos que, sin formar parte de la mentada mafia, se han beneficiado directamente de una podrida estructura de sobornos y cohechos.

Tengo, a estas alturas, que darle crédito a un lector que suele enviarme sus comentarios sobre las columnas de opinión que lee en la prensa. Enrique E. Acevedo Ávila se llama el hombre y es de los pocos que saben argumentar con solvencia en lugar de vomitar la habitual sarta de insultos que recibimos los articulistas. Señala, Don Enrique, que “si se acaba la corrupción”, el dinero de los particulares —a saber, esas empresas, personas físicas y morales que sobornan “para conseguir favores, ventajas, contratos de obra pública y compras de Gobiernos”— no va en manera alguna a terminar en las bóvedas del erario sino que se quedará simplemente en manos de esos mismos particulares. O sea, que “ya no llegará a las autoridades”. Y, se pregunta, por lo tanto, “por qué piensa López Obrador que ese dinero le llegará a él, a su Gobierno, para poder hacer todo lo que está prometiendo” y de qué forma se le podría “cobrar a los particulares”.

Asunto de números, señoras y señores. El costo de la corrupción pudiere ser, en efecto, de 500 mil millones de pesos. Una suma que impacta de manera frontal en el Producto Interno Bruto —porque significa un criminal desperdicio de recursos que podrían utilizarse de manera mucho más beneficiosa para la productividad y la inversión— pero que no necesariamente se traduce en impuestos cobrados por el Servicio de Administración Tributaria. Ahora bien, sí habría un beneficio: no sería para las finanzas del Gobierno, sin embargo, sino para nosotros: al no pagarse comisiones ilegales a contratistas y constructores (siendo que, de cualquier manera, los sobornos nunca han estado presupuestados formalmente) tendríamos una mejor calidad en la obra pública y mejores servicios. Algo formidable, si lo piensas. Pero ¿500 mil millones adicionales para proyectos y programas? ¿De dónde?

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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