Nuestros gobernantes quieren hacerlo todo, ocuparse de todo, resolverlo todo. Se entremeten en la economía, inventan grandiosos programas sobre cualquier tema imaginable, diseñan políticas públicas sin parar, crean dependencias para esto y para lo otro, disponen proyectos faraónicos, refundan la realidad de las cosas a cada rato, en fin, su afán interventor es tan colosal como su crónica incapacidad para resolver los problemas a fondo.
Debieran, ellos, limitarse a tres o cuatro temas cardinales y, a partir de ahí, esperar el advenimiento natural de los círculos virtuosos que resultan de que lo verdaderamente esencial haya sido resuelto. Imaginen ustedes que estuviera ya solucionado el problema de la pavorosa inseguridad que padecemos los ciudadanos de este país. ¿Qué pasaría? Viviríamos en un clima mucho más propicio para el florecimiento de los negocios, grandes y pequeños, que son la fuente del bienestar de millones de familias; tendríamos certezas, sabríamos que nuestro patrimonio está a salvo y que el dinero que ganamos no lo vamos a usar para reponer, una y otra vez, los bienes que nos han sido sustraídos, en esa nociva espiral de dilapidación de recursos provocada por quienes se apropian de los bienes ajenos; los empresarios no dedicarían una parte de sus ganancias a proteger sus empresas de las acometidas de la delincuencia sino que las invertirían en renglones relacionados directamente con una mejor productividad; se crearían más fuentes de trabajo gracias a la confianza de que hay garantías y resguardos; sería, en fin, un mundo mucho mejor para todos nosotros. Arreglas eso y muchas otras bondades te vendrían por añadidura.
Lo curioso es que, del otro lado, las preocupaciones de los ciudadanos no son infinitas. Tienen clarísimas sus prioridades. Les preguntas, y te responden que desean tener, antes que nada, seguridad; luego vendrían los asuntos del empleo y del combate a la corrupción. Y, poco más. Sin embargo, a esta claridad en las expectativas, los hombres públicos responden con un auténtico arsenal de propuestas. Y así, terminan por no arreglar nada de veras. Lo hemos visto y, según parece, lo vamos a seguir viendo (y padeciendo) todavía mucho más.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Debieran, ellos, limitarse a tres o cuatro temas cardinales y, a partir de ahí, esperar el advenimiento natural de los círculos virtuosos que resultan de que lo verdaderamente esencial haya sido resuelto. Imaginen ustedes que estuviera ya solucionado el problema de la pavorosa inseguridad que padecemos los ciudadanos de este país. ¿Qué pasaría? Viviríamos en un clima mucho más propicio para el florecimiento de los negocios, grandes y pequeños, que son la fuente del bienestar de millones de familias; tendríamos certezas, sabríamos que nuestro patrimonio está a salvo y que el dinero que ganamos no lo vamos a usar para reponer, una y otra vez, los bienes que nos han sido sustraídos, en esa nociva espiral de dilapidación de recursos provocada por quienes se apropian de los bienes ajenos; los empresarios no dedicarían una parte de sus ganancias a proteger sus empresas de las acometidas de la delincuencia sino que las invertirían en renglones relacionados directamente con una mejor productividad; se crearían más fuentes de trabajo gracias a la confianza de que hay garantías y resguardos; sería, en fin, un mundo mucho mejor para todos nosotros. Arreglas eso y muchas otras bondades te vendrían por añadidura.
Lo curioso es que, del otro lado, las preocupaciones de los ciudadanos no son infinitas. Tienen clarísimas sus prioridades. Les preguntas, y te responden que desean tener, antes que nada, seguridad; luego vendrían los asuntos del empleo y del combate a la corrupción. Y, poco más. Sin embargo, a esta claridad en las expectativas, los hombres públicos responden con un auténtico arsenal de propuestas. Y así, terminan por no arreglar nada de veras. Lo hemos visto y, según parece, lo vamos a seguir viendo (y padeciendo) todavía mucho más.
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