La cultura del mínimo esfuerzo
El mexicano tiene una fama de haragán que realmente no merece, más allá de los estereotipos y los prejuicios. Después de todo, trabajamos más horas diarias aquí que en los otros países de la OCDE. Son jornadas tal vez irremediablemente improductivas, determinadas por la servidumbre a una burocracia enredosa y regidas por extraños horarios laborales, pero las adversas condiciones de vida que afronta la gran mayoría de la población —la falta de un buen transporte público para desplazarse diariamente, la caótica infraestructura vial y, desde luego, las durezas de la propia labor en los centros de trabajo y los bajos salarios— le confieren, a los trabajadores, una condición de auténticos sacrificados. De ahí el descontento de tantos y de ahí, consecuentemente, la esperanza en un futuro diferente que tienen millones de ciudadanos.

Poco es lo que pueden hacer los Gobiernos, sin embargo, para cambiar este estado de cosas, salvo promulgar leyes y reglamentaciones que aseguren unas mínimas garantías a quienes laboran: el alcance de las políticas públicas es naturalmente limitado cuando se trata de mejorar salarios y de otorgar beneficios globales. ¿Por qué? Muy simple: la Administración no tiene recursos propios y es muy ineficiente cuando se mete a generar riqueza (ahí tenemos a Pemex y a CFE, para mayores señas). Lo único que puede hacer un Gobierno es recaudar la riqueza producida en una economía regida por las leyes del libre mercado —aunque esta realidad no sólo no la tengan muy clara muchos individuos sino que les parezca inaceptable— y redistribuirla posteriormente, con mayor o menor eficacia, para generar bienes públicos.

Ahora bien, el impulso intervencionista de muchos Gobiernos pareciera resultar de un desconocimiento de las cosas o, peor aún, de una voluntad de poder de los políticos y de sus partidos. Y así, implementan medidas de corte clientelar para, primeramente, asegurarse la adhesión de sus seguidores y perpetuarse en el cargo (así fuere por personas interpuestas al frente de la jefatura del Estado, no como en el caso de los verdaderos tiranos). Siguiendo este modelo —a punta de políticas paternalistas, de encendidas retóricas y demagogias— nuestros regímenes populistas de viejo cuño, concretamente el PRI de los años sesenta y setenta, construyeron un pernicioso sistema de prebendas, derechos espurios y concesiones corporativistas que terminaron por consagrar, en la cultura nacional, la figura del otro mexicano, a saber, la del individuo impregnado de asistencialismo, merecedor de todas las prerrogativas y desentendido de mayores obligaciones: sería, concretamente, ese invasor de propiedades ajenas que se siente dueño de un terreno por el mero hecho de haberse asentado ahí; sería el estudiante que reclama el muy dudoso derecho al mentado “pase automático” y que organiza una devastadora huelga en la Universidad Nacional porque hubo un mínimo aumento en las cuotas; sería esa secretaria, con un puesto de base en la burocracia, a la que no se le puede casi pedir que redacte una carta porque pone mala cara; sería ese maestro del sector público que exige la facultad de heredarle la plaza a un familiar o de venderla en el mercado como si no fuera un bien del Estado mexicano sino una propiedad privada exclusiva suya, por no hablar de que se otorga en automático el permiso (verdaderamente criminal) de organizar interminables huelgas en cada ciclo escolar (que no son sino una forma de extorsión) y de dejar a los niños de la nación sin clases; en fin, diluyéndose ya la separación entre los beneficiarios directos del corporativismo y las otras clientelas que brotan a la sombra del nefario intervencionismo gubernamental, otros de los mexicanos de consustancial naturaleza improductiva serían esos intermediarios, auténticos parásitos, que se entrometen en todas las transacciones habidas y por haber para exigir cuotas a quienes sí crean riqueza verdadera gracias a sus empeños, desde el agricultor que vende sus productos en una central de abastos hasta el pequeño comerciante que pretende abrir una óptica o un merendero.

Estamos hablando de cientos de miles de personas dedicadas a demandar condiciones preferenciales a cambio de brindar apoyos a la clase política que comenzó, en un primer momento, a repartirles prebendas. Y, miren, nuestros gobernantes vuelven ahora a las andadas: se cancela la reforma educativa porque tenía un carácter “punitivo” (o sea, que no es asunto ya de plantear mínimos requerimientos a quienes ejercen una tarea tan fundamental para el futuro de México); se van a crear 100 universidades sin mayores exigencias a quienes pretendan cursar estudios superiores; se promueven acciones asistenciales en lugar de propiciar un entorno favorable a los inversores; se fomenta la gratuidad de las cosas en vez de impulsar la responsabilidad personal…

La apuesta es el paternalismo de Estado, con un costo incalculable para una nación que lo primero que tendría que hacer es prepararse para competir con todas las demás.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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