O sea, que los mexicanos estamos profundamente divididos entre los partidarios del líder que propugna un cambio radical en este país y los que hubieran deseado seguir siendo gobernados como hasta ahora, con todas las reservas e insatisfacciones que pudieren tener hacia los regímenes del PRIAN.
Esta división, trasmutada ya casi en abierta enemistad, pareciera no admitir el más mínimo intento, ya no digamos de reconciliación, sino de básico entendimiento. Unos y otros se cierran a cualquier forma de argumentación y descalifican, por principio, datos y cifras que no cuadren con su visión fuertemente ideologizada de la realidad nacional.
Debo decir, en tanto que constato el progresivo advenimiento de demagogos populistas en el escenario político de nuestros tiempos, que me resulta muy inquietante la amenaza que representan para un orden establecido que se fundamenta, a pesar de todos los pesares, en unos valores supremamente preciados —y preciosos—, a saber, los de la democracia liberal. Pero, al mismo tiempo, y tratando de entender a quienes rechazan frontalmente al actual “sistema” y eligen en consecuencia al posible gran transformar —llámese Trump, Bolsonaro, Obrador o Chávez— me digo que algo no anda bien, después de todo, como para que la gente quiera que ocurra un vuelco total en el tema de llevar la cosa pública. Esas voces, las de los inconformes, deben también ser escuchadas. Al final, eso sí, sabremos quien tendrá la razón.
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