Un personaje místico, un cruzado, un iluminado
México ha cambiado, sin duda; México, sin duda, quería cambiar. El júbilo democrático es genuino, tanto como lo fueron los treinta millones de votos obtenidos por quien hoy es Presidente constitucional y que sigue encontrando en el discurso en plaza pública su lugar más natural, como lo vimos el sábado en el magnífico día que enmarcó la toma de protesta de Andrés Manuel López Obrador.

El cambio es verdadero, tanto como que sería imposible imaginar a cualquiera de sus predecesores —o adversarios o, en realidad, personaje histórico o de ficción alguno— participando en una ceremonia religiosa como en la que fue ungido en el Zócalo, con los ojos entornados y en actitud de consagración. Como sería imposible, en cualquier otra época, imaginar al presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados declarando que ha sido testigo de la transfiguración del titular del Ejecutivo, tras la que “se reveló como un personaje místico, un cruzado, un iluminado”.

Un personaje místico, un cruzado, un iluminado. Así el estado de la separación de poderes, así el peligro para nuestra democracia: un personaje místico, por definición, es superior a cualquiera; un cruzado sólo tiene causas justas, un iluminado jamás podrá equivocarse. De ese tamaño el poder que quiere asumir, de ese tamaño el lugar histórico que cree le corresponde. De ese tamaño, también, el error —y la falacia lógica— que se comete al tratar de identificar los objetivos de un individuo con el bien común de una nación entera.

López Obrador no es un personaje místico, un cruzado o un iluminado. Es el Presidente de la República, y su deber y responsabilidad es hacer cumplir las leyes, procurando el bien común y el desarrollo armónico de la ciudadanía. Esta es, en sí misma, la mayor obligación no sólo de López Obrador sino de cualquier mandatario, y el éxito de su gobierno, como de cualquier otro, depende —precisamente— de que cumpla con ella.

A México no le va mejor si a López Obrador le va bien, sino al contrario: a López Obrador le irá bien en tanto a México le vaya mejor. La oposición debe entenderlo, y no rendirse a sus deseos, sino ejercer la crítica leal en aquellos aspectos en los que se equivoque (no es un personaje místico, un cruzado o un iluminado) y apoyar las iniciativas que lleven a buen puerto una transformación que, es preciso entenderlo, no va a detenerse ya.

El papel de la oposición, ahora, no reside en nombrar los por qué no sino en encontrar los cómo sí, sobre todo en los temas de política social, y protección a las minorías, que en el pasado no atendieron y que les llevaron a alejarse de un electorado que no tiene razones para volver a creer en ellos, y que menos las tendrá cuando el gobierno de México comience a crear voto duro al repartir dinero entre los sectores más fáciles de adherir por la vía del bolsillo.

México necesita de una oposición responsable, una oposición que entienda que la realidad ha cambiado, y que las estrategias que funcionaron en el pasado no tienen cabida en el nuevo orden nacional. Una oposición que deje atrás las estrategias que llevaron al poder a López Obrador y que se atreva a encontrar, con una participación constructiva, nuevas maneras de acercarse con el electorado. Una oposición virtuosa, que colabore con los aciertos pero no dude en señalar los errores, una oposición que logre que el electorado vuelva a creer en la política.

México ha cambiado, sin duda; México, sin duda, quería cambiar. Imposible no emocionarse con el júbilo de la gente, con las ganas de emprender el cambio en conjunto, con el empeño en construir una sociedad más justa: en eso es indispensable que colabore la oposición. Pero Andrés Manuel no es un personaje místico, un cruzado o un iluminado, sino el Presidente de la República. Y lleva apenas un par de días.


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