Violentísimos aficionados argentinos
Vaya tema, lo de la violencia en el futbol argentino. Parece muy civilizado aquel país y Buenos Aires es una ciudad en verdad hermosa, bien acondicionada y educada. Pero, entonces, ¿qué ha ocurrido allí como para que la gran final de la Copa Libertadores —el superclásico, encima, de la gran nación suramericana— no pueda ya celebrarse en la capital bonaerense?

¿Una minoría muy violenta de individuos de la especie puede causar tamaños perjuicios al balompié? ¿No hay manera ya de controlar a las pandillas de vándalos que, con el pretexto de que apoyan a tal o cual equipo, se dedican a provocar destrozos, a agredir a los seguidores contrarios y a desvirtuar la esencia misma de un deporte, el más popular del planeta, que suele congregar a familias y amigos en un ambiente de ejemplar tolerancia?

¿Cuándo fue que un simple encuentro deportivo se volvió una razón para apedrear buses, soltar puñetazos y arrasar con el mobiliario urbano? Por lo que parece, los aficionados argentinos son tan irremediablemente agresivos que en los estadios hay alambrados de púa altísimos para que no salten a la cancha y que, en la gran mayoría de los partidos, no asisten seguidores de los dos equipos. O sea, que si juegan, digamos, el Racing Club de Avellaneda y el Club Estudiantes de La Plata no pueden los seguidores de cada uno personarse en el estadio del otro. O, si eso llega a ocurrir, entonces se dejan espacios de 15 metros en las tribunas para separarlos a ambos. Inimaginable, en verdad, algo así, inclusive en un país, como el nuestro, que no se distingue precisamente por la urbanidad de sus habitantes.

El futbol se ha convertido, entonces, en una guerra de verdad, en una batalla de trogloditas. Ya no se juega en las canchas. Ya tampoco se escenifica en un estadio frecuentado por las dos aficiones. Se tramita, a pedradas, en las calles.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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