¿Y cómo es él?
En diferentes ocasiones he insistido en que el presidente López Obrador debe entenderse como un priista de los años setenta. Al inicio de esa década llegó a la Ciudad de México, procedente de su pueblo, y lo que vio lo maravilló. Esa imagen parece haberse fijado en su mente, convertida en referencia del rumbo del país. Por eso su creencia en la autosuficiencia energética y alimentaria, su desprecio por el resto del mundo, su incapacidad de entender nuevas tecnologías y entornos, su dependencia de ideologías y personas ya muy entradas en años.

Sin embargo, muchas personas perciben a López Obrador como parecido a Hugo Chávez. Lo ven en diversas decisiones que ha tomado: la construcción de un frente que parece ser un partido, el ataque a las instituciones, la demolición de poderes locales, el establecimiento de programas sociales que funcionan para comprar voluntades. Algunos de los que lo acompañan, como Martí Batres, Yeidckol, Taibo II, Díaz Polanco, por ejemplo, no se han cansado de insistir en que debemos repetir en México la experiencia del socialismo bolivariano. Eso fortalece la percepción de que López Obrador sería como Hugo Chávez.

Otros lo ven como Fidel Castro. No importa el tema que se trate, él sabe de eso. En sus discursos de toma de posesión, con facilidad daba clase de cómo criar vacas o de cómo producir petróleo. Ha sido insistente en cómo las madres deben educar a sus hijos. El anuncio de que atraería a los médicos cubanos que ese país está retirando de Brasil hace creíble un acercamiento con el régimen cubano que, por cierto, es el principal culpable de la destrucción de Venezuela.

A veces se parece más a Salvador Allende. Quiere estar muy cerca de la gente, parecer uno de ellos. Toma decisiones para equilibrar a los grupos que lo apoyan, provocando desajustes cada vez mayores. Igual que el médico chileno, le hace más caso a los más gritones, y el camino se va haciendo más empedrado conforme avanza.

Pero también guarda parecido notable con Trump. No cabe duda de que el presidente vecino es un barbaján, y en eso no hay punto de comparación. Pero la insistencia en un pasado glorioso, que debe recuperarse destruyendo a quienes nos lo arrebataron, la persistencia en crear una realidad con base en frases ocurrentes y discursos vacíos, la negativa a aceptar la verdad y el conocimiento, el rechazo a opiniones diferentes, sí los equiparan.

Y en este sentido, no sólo se trata de Trump, sino de cualquier líder populista contemporáneo. Todos ellos siguen el librito: el pasado glorioso, la élite que nos lo arrebató, el uso de recursos públicos para fortalecer la base electoral (aunque con Trump sea bajar impuestos y con López sea incrementar gasto, es lo mismo), y al final la destrucción de la democracia liberal. También ya hemos hablado de este proceso: eliminar fuentes de información independientes, lo mismo con la equidad en la competencia, reducir libertades de opinión y reunión. Algunos han sido más exitosos, como Orbán o Erdogan, otros menos, como Trump, pero todos lo intentan. En Europa, donde hay regímenes parlamentarios, estos líderes no han tomado el poder (aún), pero están derrumbando al sistema entero.

¿Cómo es él? Es un líder perfectamente adaptado a su momento. La desgracia es que es el peor momento en un siglo, en el mundo entero y aquí también. La mejor expectativa es limitar los daños, en lo que el mundo entra en razón, pero no mucho más que eso. Conviene entenderlo para no abrigar ilusiones inútiles. Allende, Castro, Chávez, destruyeron a sus países. Los priistas no. Hay niveles.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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