Una pregunta:¿cómo demonios impides, en un primer momento, que el ingeniero encargado de avisar a la empresa del robo de combustible en los oleoductos termine por embolsarse una cuota cada vez que los delincuentes realizan una perforación? Digo, no estamos hablando de un estafador profesional sino, en el caso de Pemex, de un funcionario de una corporación paraestatal. Un tipo, finalmente, que desempeña tareas bien precisas a cambio de un salario. Alguien de quien no se espera otra cosa que el debido cumplimiento de sus obligaciones y sanseacabó.
Pues no, miren ustedes: nuestro hombre, junto a decenas o centenares o miles de otros empleados públicos, es un cómplice, un encubridor, un compinche de los criminales. Un traidor, me atrevería yo a decir, aunque el término resulte tan inquietante en boca de los políticos dedicados a sembrar divisiones.
Nos encontramos, entonces, en una muy complicada situación: en México, la delincuencia no sólo florece como un nefario subproducto del desempleo, los bajos salarios, la falta de oportunidades y la pobreza —como denuncian quienes tan comprensivos parecen con el fenómeno— sino que se alimenta de una masa de ciudadanos plenamente participantes. Gente que no se dedica necesariamente a robar de tiempo completo ni a ejecutar a los miembros de la banda adversaria ni a secuestrar comerciantes o a extorsionarlos, sino individuos que ofician de burócratas, de jueces, de agentes del Ministerio Público, de policías municipales, de inspectores de vía pública, de peritos forenses, etcétera.
Elementos activos, todos ellos, de esa atroz epidemia llamada corrupción que, a su vez, testimonia de la terrorífica descomposición social que estamos viviendo en este país. El componente que mayormente determina esta creciente universalización de la criminalidad pudiere ser la sempiterna ausencia de un mínimo Estado de derecho, es cierto. Pero hay otra cosa y mucho más grave: la pérdida de valores morales en una sociedad que parece cada día más dispuesta a romper las reglas, a cometer infracciones, a no sujetarse a las leyes y a asumir la ilegalidad como parte de una suerte de normalidad, así de perversa y perniciosa como sea finalmente para todos.
Es uno de los síntomas más visibles de un individualismo que no se manifiesta en su faceta más positiva —el espíritu emprendedor, la independencia personal o la capacidad de movilizar los recursos propios para afrontar las dificultades de la existencia— sino en una versión mucho menos benigna, a saber, la que desconoce el bien común, la que desprecia la cohesión social y la que se desinteresa de crear bienes públicos. Estos mexicanos no sólo se desentienden sin mayores problemas de principios como la honorabilidad o la decencia sino que se arrogan facultades que violan directísimamente los derechos de los demás. Son los que delinquen en primer lugar, desde luego, pero también los que participan como sus socios: nadie podría consumar tan oscuras empresas si no existiera todo un entramado de connivencias para facilitarle la tarea.
La inseguridad está alcanzando unos niveles verdaderamente aterradores en estos pagos y no resulta exclusivamente de la corrupción de las élites ni de la dejadez de las autoridades sino de algo, lo repito, mucho más estremecedor: la desintegración moral de muchísimos ciudadanos. Los barrios populares no son ya espacios donde se puedan tener las más mínimas certezas para vivir sosegadamente la cotidianidad: todo es robado todo el tiempo; se roban los cables de electricidad, las baterías de los autos, las mercancías de las tienditas, los bienes de las moradas… todo. ¿Cómo combates algo así? ¿Cómo transformas tan complicada realidad?
El Gobierno de la República está emprendiendo justamente acciones para solventar el gravísimo problema del robo de combustibles, un saqueo permanente que le cuesta unos 60 mil millones de pesos al erario cada año. Estamos hablando de una estrategia que se deriva del progresivo imperio de la delincuencia en esta nación y, más allá de que los encargados de implementarla parezcan sorprendentemente incompetentes, de una operación que debía ser urgentemente acometida. La misión no se termina ahí, sin embargo. Porque, señoras y señores, cuando los pobladores de comunidades enteras participan en los latrocinios o se benefician directamente de ellos entonces esto es otra cosa; deja de ser un asunto de seguridad pública y se vuelve un tema social. De nuevo, ¿cómo lo resuelves? ¿Creas con una varita mágica fuentes de trabajo? ¿Comienzas a repartir simplemente dinero? Sería lo más fácil, si lo piensas; lo realmente complicado es transformar a esa gente para que interiorice acabadamente los preceptos de que no hay que robar ni saquear. ¿Por dónde empiezas?
Lo mismo con nuestro hombre, el ingeniero que no informa dónde están las tomas clandestinas de combustible. Para tener un mejor país, ¿lo metemos a la cárcel? Muy bien, pero entonces ¿a cuánta gente más, a cuantos miles y miles y miles de individuos más? Muy complicado, ¿no?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pues no, miren ustedes: nuestro hombre, junto a decenas o centenares o miles de otros empleados públicos, es un cómplice, un encubridor, un compinche de los criminales. Un traidor, me atrevería yo a decir, aunque el término resulte tan inquietante en boca de los políticos dedicados a sembrar divisiones.
Nos encontramos, entonces, en una muy complicada situación: en México, la delincuencia no sólo florece como un nefario subproducto del desempleo, los bajos salarios, la falta de oportunidades y la pobreza —como denuncian quienes tan comprensivos parecen con el fenómeno— sino que se alimenta de una masa de ciudadanos plenamente participantes. Gente que no se dedica necesariamente a robar de tiempo completo ni a ejecutar a los miembros de la banda adversaria ni a secuestrar comerciantes o a extorsionarlos, sino individuos que ofician de burócratas, de jueces, de agentes del Ministerio Público, de policías municipales, de inspectores de vía pública, de peritos forenses, etcétera.
Elementos activos, todos ellos, de esa atroz epidemia llamada corrupción que, a su vez, testimonia de la terrorífica descomposición social que estamos viviendo en este país. El componente que mayormente determina esta creciente universalización de la criminalidad pudiere ser la sempiterna ausencia de un mínimo Estado de derecho, es cierto. Pero hay otra cosa y mucho más grave: la pérdida de valores morales en una sociedad que parece cada día más dispuesta a romper las reglas, a cometer infracciones, a no sujetarse a las leyes y a asumir la ilegalidad como parte de una suerte de normalidad, así de perversa y perniciosa como sea finalmente para todos.
Es uno de los síntomas más visibles de un individualismo que no se manifiesta en su faceta más positiva —el espíritu emprendedor, la independencia personal o la capacidad de movilizar los recursos propios para afrontar las dificultades de la existencia— sino en una versión mucho menos benigna, a saber, la que desconoce el bien común, la que desprecia la cohesión social y la que se desinteresa de crear bienes públicos. Estos mexicanos no sólo se desentienden sin mayores problemas de principios como la honorabilidad o la decencia sino que se arrogan facultades que violan directísimamente los derechos de los demás. Son los que delinquen en primer lugar, desde luego, pero también los que participan como sus socios: nadie podría consumar tan oscuras empresas si no existiera todo un entramado de connivencias para facilitarle la tarea.
La inseguridad está alcanzando unos niveles verdaderamente aterradores en estos pagos y no resulta exclusivamente de la corrupción de las élites ni de la dejadez de las autoridades sino de algo, lo repito, mucho más estremecedor: la desintegración moral de muchísimos ciudadanos. Los barrios populares no son ya espacios donde se puedan tener las más mínimas certezas para vivir sosegadamente la cotidianidad: todo es robado todo el tiempo; se roban los cables de electricidad, las baterías de los autos, las mercancías de las tienditas, los bienes de las moradas… todo. ¿Cómo combates algo así? ¿Cómo transformas tan complicada realidad?
El Gobierno de la República está emprendiendo justamente acciones para solventar el gravísimo problema del robo de combustibles, un saqueo permanente que le cuesta unos 60 mil millones de pesos al erario cada año. Estamos hablando de una estrategia que se deriva del progresivo imperio de la delincuencia en esta nación y, más allá de que los encargados de implementarla parezcan sorprendentemente incompetentes, de una operación que debía ser urgentemente acometida. La misión no se termina ahí, sin embargo. Porque, señoras y señores, cuando los pobladores de comunidades enteras participan en los latrocinios o se benefician directamente de ellos entonces esto es otra cosa; deja de ser un asunto de seguridad pública y se vuelve un tema social. De nuevo, ¿cómo lo resuelves? ¿Creas con una varita mágica fuentes de trabajo? ¿Comienzas a repartir simplemente dinero? Sería lo más fácil, si lo piensas; lo realmente complicado es transformar a esa gente para que interiorice acabadamente los preceptos de que no hay que robar ni saquear. ¿Por dónde empiezas?
Lo mismo con nuestro hombre, el ingeniero que no informa dónde están las tomas clandestinas de combustible. Para tener un mejor país, ¿lo metemos a la cárcel? Muy bien, pero entonces ¿a cuánta gente más, a cuantos miles y miles y miles de individuos más? Muy complicado, ¿no?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.