Ocurrió otra vez: un tráiler cargado de arroz sufrió una volcadura en la autopista Villahermosa-Coatzacoalcos y los lugareños acudieron presurosos a robarse la mercancía. Es parte ya de la perversa normalidad que vivimos en este país: no hay percance que tenga lugar en cualquier carretera sin que acontezcan escenas de rapiña. Al mismo tiempo, los maestros de la CNTE han bloqueado las vías de ferrocarril de Michoacán durante más de diez días: 129 trenes se encuentran detenidos, con 8 mil 200 contenedores y un millón de toneladas de productos y materias primas. Insumos que necesita urgentemente la industria y los distribuidores de mercancías. El sector automotriz, joya de la corona de la economía nacional, se está viendo afectado. La refinería de Tula necesita el combustible que llevan 96 vagones-tanque para su operación. Las pérdidas alcanzan mil millones de pesos.
¿De qué estamos hablando? ¿Vivimos ya bajo el imperio total de la ilegalidad y no hay manera de salvaguardar el orden público en México? ¿Esto es un Estado fallido?
Naturalmente, a esos maestros se les adeudan salarios y otras retribuciones. Pero ¿tendrían que ser tan radicales sus acciones de protesta, aparte de descomunalmente lesivas para los intereses generales del país? Y, sobre todo, una vez ocurridos los bloqueos, ¿se encuentran las autoridades totalmente atadas de manos e impedidas de cualquier actuación?
Nuestra ministra de Interior —secretario de Gobernación, le llamamos aquí al cargo que ostenta el encargado de gestionar cuestiones como la seguridad ciudadana, la atención de catástrofes naturales y los conflictos derivados de las posibles divergencias políticas entre las entidades federativas— es una mujer sensata y razonable. Lleva sobre los hombros, sin embargo, esa misma pesada losa que sus antecesores también cargaron por verse sometidos a la obligación, parte de una regla no escrita, de no actuar cuando va de por medio no sólo la utilización de la fuerza legítima del Estado sino cuando es necesario mostrar una mínima firmeza para enfrentar a grupos que, por su parte, están perfectamente dispuestos, ellos sí, a romper todas las reglas, a perpetrar actos ilegales y a afectar a millones de otros ciudadanos cuyos derechos, miren ustedes, parecieran no importar.
Y así, hemos vivido sexenios enteros de huelgas, bloqueos y algaradas que han tenido un costo altísimo para la nación: millones de niños han sido dejados sin clases, millones de horas-hombre se han perdido por el cierre de las vías públicas, millones de pesos han dejado de ganarse al no producirse bienes y mercancías en su oportunidad y, finalmente, millones de dólares, yenes y euros terminaron por no ser invertidos en México al no existir las debidas condiciones de seguridad y certezas jurídicas. ¿Qué confianza le puedes ofrecer al empresario que se ve obligado a parar su producción porque la materia prima que utiliza no puede ser transportada desde los puertos de Lázaro Cárdenas o Manzanillo? ¿Qué tan atractiva resulta para los inversores una región donde acontecen a cada rato desórdenes y estropicios? ¿En qué sector de la economía pudieren insertarse luego los estudiantes severamente perjudicados en su enseñanza porque un sistema privilegia los intereses corporativos por encima del valor supremo de la educación?
Es la herencia culpabilizadora del 68, la que lleva ahora a las autoridades a exhibir tamaña blandenguería cuando afrontan la disyuntiva de utilizar la fuerza pública. El espantajo de la “represión”, casi una palabrota, se pretexta para no emprender acción alguna siendo que la intervención debiere ser, en sí misma, forzosa porque la aplicación de la ley no es un tema opcional ni mucho menos político.
Espero, al escribir esto, la consiguiente andanada de correos insultantes: cuando promulgas la necesidad de preservar el orden público —así fuere para garantizar los derechos de la mayoría y asegurar un entorno de armoniosa certidumbre— te conviertes en un “emisario de la derecha”, un “enemigo de las causas populares” y, justamente, un valedor del “régimen represivo” al servicio de los “ricos y poderosos”.
Pero, con perdón, la descomposición social está alcanzando niveles absolutamente escalofriantes en estos pagos y llegará un momento en que la viabilidad misma de la nación se verá comprometida. Y, después de todo, el pequeño comerciante o el operario de una planta automotriz o el transportista o el dependiente de un gran almacén —afectados, todos ellos, por las acciones de grupos que, hay que recordarlo, son minoritarios— son también ciudadanos de este país, mexicanos a parte entera y parte del pueblo, entendido éste como una entidad global e incluyente. ¿Por qué se tendrían que desconocer los derechos de unos para validar los intereses de otros? ¿Por qué consentir deliberadamente pérdidas y quebrantos de sectores enteros de la economía? Insultar a policías, resistir a los miembros de las Fuerzas Armadas y desafiar a la autoridad no es un ejercicio de garantías ciudadanas. Es una receta para el caos.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
¿De qué estamos hablando? ¿Vivimos ya bajo el imperio total de la ilegalidad y no hay manera de salvaguardar el orden público en México? ¿Esto es un Estado fallido?
Naturalmente, a esos maestros se les adeudan salarios y otras retribuciones. Pero ¿tendrían que ser tan radicales sus acciones de protesta, aparte de descomunalmente lesivas para los intereses generales del país? Y, sobre todo, una vez ocurridos los bloqueos, ¿se encuentran las autoridades totalmente atadas de manos e impedidas de cualquier actuación?
Nuestra ministra de Interior —secretario de Gobernación, le llamamos aquí al cargo que ostenta el encargado de gestionar cuestiones como la seguridad ciudadana, la atención de catástrofes naturales y los conflictos derivados de las posibles divergencias políticas entre las entidades federativas— es una mujer sensata y razonable. Lleva sobre los hombros, sin embargo, esa misma pesada losa que sus antecesores también cargaron por verse sometidos a la obligación, parte de una regla no escrita, de no actuar cuando va de por medio no sólo la utilización de la fuerza legítima del Estado sino cuando es necesario mostrar una mínima firmeza para enfrentar a grupos que, por su parte, están perfectamente dispuestos, ellos sí, a romper todas las reglas, a perpetrar actos ilegales y a afectar a millones de otros ciudadanos cuyos derechos, miren ustedes, parecieran no importar.
Y así, hemos vivido sexenios enteros de huelgas, bloqueos y algaradas que han tenido un costo altísimo para la nación: millones de niños han sido dejados sin clases, millones de horas-hombre se han perdido por el cierre de las vías públicas, millones de pesos han dejado de ganarse al no producirse bienes y mercancías en su oportunidad y, finalmente, millones de dólares, yenes y euros terminaron por no ser invertidos en México al no existir las debidas condiciones de seguridad y certezas jurídicas. ¿Qué confianza le puedes ofrecer al empresario que se ve obligado a parar su producción porque la materia prima que utiliza no puede ser transportada desde los puertos de Lázaro Cárdenas o Manzanillo? ¿Qué tan atractiva resulta para los inversores una región donde acontecen a cada rato desórdenes y estropicios? ¿En qué sector de la economía pudieren insertarse luego los estudiantes severamente perjudicados en su enseñanza porque un sistema privilegia los intereses corporativos por encima del valor supremo de la educación?
Es la herencia culpabilizadora del 68, la que lleva ahora a las autoridades a exhibir tamaña blandenguería cuando afrontan la disyuntiva de utilizar la fuerza pública. El espantajo de la “represión”, casi una palabrota, se pretexta para no emprender acción alguna siendo que la intervención debiere ser, en sí misma, forzosa porque la aplicación de la ley no es un tema opcional ni mucho menos político.
Espero, al escribir esto, la consiguiente andanada de correos insultantes: cuando promulgas la necesidad de preservar el orden público —así fuere para garantizar los derechos de la mayoría y asegurar un entorno de armoniosa certidumbre— te conviertes en un “emisario de la derecha”, un “enemigo de las causas populares” y, justamente, un valedor del “régimen represivo” al servicio de los “ricos y poderosos”.
Pero, con perdón, la descomposición social está alcanzando niveles absolutamente escalofriantes en estos pagos y llegará un momento en que la viabilidad misma de la nación se verá comprometida. Y, después de todo, el pequeño comerciante o el operario de una planta automotriz o el transportista o el dependiente de un gran almacén —afectados, todos ellos, por las acciones de grupos que, hay que recordarlo, son minoritarios— son también ciudadanos de este país, mexicanos a parte entera y parte del pueblo, entendido éste como una entidad global e incluyente. ¿Por qué se tendrían que desconocer los derechos de unos para validar los intereses de otros? ¿Por qué consentir deliberadamente pérdidas y quebrantos de sectores enteros de la economía? Insultar a policías, resistir a los miembros de las Fuerzas Armadas y desafiar a la autoridad no es un ejercicio de garantías ciudadanas. Es una receta para el caos.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.