El antiguo régimen priista cacareaba la magnificencia de la mentada “Doctrina Estrada” como si de un mandamiento bíblico se tratara. Aquello era una piedra fundacional de lo mexicano, vamos, algo de tan indiscutible sacralidad que no podíamos los simples mortales siquiera cuestionarlo sin cometer deshonrosa apostasía.
Bajo los inmarcesibles principios de la “no intervención” y del derecho de los pueblos a su muy soberana “autodeterminación”, México no mete las narices en los asuntos de otras naciones. O sea, que, de entrada, no le niega ni otorga el “reconocimiento” a ningún otro régimen porque, en palabras de don Genaro Estrada (quien redactó el documento en 1930), se trataría de un práctica “denigrante, ya que a más de herir la soberanía de las otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores pueden ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes, de hecho, asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros”.
Está algo embrollado el texto, garrapateado en la espesa jerga que acostumbran nuestros solemnísimos hombres públicos, pero uno alcanza a entender que los Gobiernos de Estados Unidos Mexicanos no se arrogan la facultad de validar —o invalidar— la legitimidad de los gobernantes de los otros Estados nacionales del planeta. Excepto, desde luego, cuando lo hacen.
Digo, ocurrió en los casos de la dictadura franquista y de Augusto Pinochet: llegamos a la ruptura pura y simple de las relaciones diplomáticas porque, ahí sí, los modos de los correspondientes tiranos nos resultaban de plano inaceptables. Todo muy legal, sin embargo, y con pleno fundamento en la doctrina de marras: “El gobierno mexicano sólo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, ni a posterior, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades”, escribió igualmente el encargado de Exteriores durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio.
Así que, por favor, no vayamos a calificar “precipitadamente” el derecho de los venezolanos a ser gobernados por un infame dictador.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Bajo los inmarcesibles principios de la “no intervención” y del derecho de los pueblos a su muy soberana “autodeterminación”, México no mete las narices en los asuntos de otras naciones. O sea, que, de entrada, no le niega ni otorga el “reconocimiento” a ningún otro régimen porque, en palabras de don Genaro Estrada (quien redactó el documento en 1930), se trataría de un práctica “denigrante, ya que a más de herir la soberanía de las otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores pueden ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes, de hecho, asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros”.
Está algo embrollado el texto, garrapateado en la espesa jerga que acostumbran nuestros solemnísimos hombres públicos, pero uno alcanza a entender que los Gobiernos de Estados Unidos Mexicanos no se arrogan la facultad de validar —o invalidar— la legitimidad de los gobernantes de los otros Estados nacionales del planeta. Excepto, desde luego, cuando lo hacen.
Digo, ocurrió en los casos de la dictadura franquista y de Augusto Pinochet: llegamos a la ruptura pura y simple de las relaciones diplomáticas porque, ahí sí, los modos de los correspondientes tiranos nos resultaban de plano inaceptables. Todo muy legal, sin embargo, y con pleno fundamento en la doctrina de marras: “El gobierno mexicano sólo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, ni a posterior, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades”, escribió igualmente el encargado de Exteriores durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio.
Así que, por favor, no vayamos a calificar “precipitadamente” el derecho de los venezolanos a ser gobernados por un infame dictador.
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