Hay tragedias que llevan el sello de la casa, por así decirlo: jamás acontecerá en Bélgica o en Nueva Zelanda un suceso como el que acaeció hace unos días en Tlahuelilpan. Una localidad, además, que no es de las más desfavorecidas de la geografía nacional y en la cual los cultivos de trigo, alfalfa y cebada, entre otros, dan trabajo a unos pobladores que tienen mayormente satisfechas sus necesidades básicas.
Desde luego que algo así de espantoso es evitable. El problema es que México tendría entonces que ser otro país: una nación de leyes, de certezas jurídicas y de normas respetadas por todos en un entorno de serena civilización. Pero nuestro terruño no es eso ni nada parecido. Aquí, se vuelca un peso pesado en una carretera y los vecinos acuden presurosos a robarse la mercancía; mujeres y niños participan en los saqueos de trenes; y, pues sí, el llamado “huachicoleo” es también una práctica en la que intervienen familias enteras y gente de la comunidad.
Estas conductas hubieran debido ser prevenidas en un primer momento, mucho antes de enfrentar siquiera la circunstancia de enterrar cadáveres, de administrar tratamientos a pequeños con horribles quemaduras y de apagar el brutal fuego desatado en un oleoducto. Ya estamos ahí, sin embargo, irremediablemente sumergidos en una cultura de rapiñas, actos vandálicos y violentos despojos, por no hablar de los atroces linchamientos perpetrados por turbas enardecidas.
¿Quiénes son los grandes culpables de todo esto? En estos momentos buscamos a responsables directos de la calamidad pero el pecado es de naturaleza mucho más elusiva en tanto que se diluye en una triste cadena de omisiones, dejadeces, incurias, negligencias y declarados excesos. Sí podemos decir, con todo, que estamos pagando la muy pesada factura de la inmoralidad que contamina nuestra vida pública de los pies a la cabeza. No hemos construido todavía un auténtico Estado de derecho en México y la condición supremamente prioritaria del tema –con perdón de la redundancia— no pareciera ser nada evidente para unos gobernantes, los que hemos tenido en los últimos tiempos, que debieran saber que el imperio de la justicia es el principio y fin de todas las cosas.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Desde luego que algo así de espantoso es evitable. El problema es que México tendría entonces que ser otro país: una nación de leyes, de certezas jurídicas y de normas respetadas por todos en un entorno de serena civilización. Pero nuestro terruño no es eso ni nada parecido. Aquí, se vuelca un peso pesado en una carretera y los vecinos acuden presurosos a robarse la mercancía; mujeres y niños participan en los saqueos de trenes; y, pues sí, el llamado “huachicoleo” es también una práctica en la que intervienen familias enteras y gente de la comunidad.
Estas conductas hubieran debido ser prevenidas en un primer momento, mucho antes de enfrentar siquiera la circunstancia de enterrar cadáveres, de administrar tratamientos a pequeños con horribles quemaduras y de apagar el brutal fuego desatado en un oleoducto. Ya estamos ahí, sin embargo, irremediablemente sumergidos en una cultura de rapiñas, actos vandálicos y violentos despojos, por no hablar de los atroces linchamientos perpetrados por turbas enardecidas.
¿Quiénes son los grandes culpables de todo esto? En estos momentos buscamos a responsables directos de la calamidad pero el pecado es de naturaleza mucho más elusiva en tanto que se diluye en una triste cadena de omisiones, dejadeces, incurias, negligencias y declarados excesos. Sí podemos decir, con todo, que estamos pagando la muy pesada factura de la inmoralidad que contamina nuestra vida pública de los pies a la cabeza. No hemos construido todavía un auténtico Estado de derecho en México y la condición supremamente prioritaria del tema –con perdón de la redundancia— no pareciera ser nada evidente para unos gobernantes, los que hemos tenido en los últimos tiempos, que debieran saber que el imperio de la justicia es el principio y fin de todas las cosas.
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