Religión y rumbo
El apoyo a López Obrador, hemos comentado en varias ocasiones, es esencialmente religioso. En ello no se distingue de otros jefes de Estado en el mundo, que han llegado al poder gracias a esta necesidad de creer que resulta del profundo miedo que se ha extendido entre la población. Puesto que el sostén político de estos líderes no es racional, sino emocional, la orientación iliberal también los hermana, aunque en los detalles parezcan diferentes.

El miedo que sufre buena parte de la población, al haber perdido una interpretación coherente del mundo, abre el espacio a liderazgos carismáticos, “religiosos”, encarnados por personas con pocos escrúpulos pero un ego inmenso. Una vez construida esta relación entre el líder y la masa, es muy difícil romperla. Es el caso de Donald Trump, que a pesar de todo sigue contando con cerca del 40% de apoyo, más o menos la misma cantidad que votó por él. Y es también el caso de López Obrador, que mantiene su apoyo sin importar lo que haga. Hundió 8 mil millones de dólares en el NAIM, y más del 70% estuvo de acuerdo. Decidió militarizar la seguridad pública, y la población cambió de opinión acerca del Ejército: según Parametría, la proporción de personas que creen que el Ejército está preparado para convivir con la población pasó de 45 a 66%, y los que creen que es necesaria su presencia para mejorar la seguridad, de 54 a 85%. Bastó la palabra del líder para mover las voluntades.

Lo mismo ocurre ahora con el desabasto de combustible, error flagrante del nuevo gobierno, pero que la población entiende como maravilloso acto de lucha contra el crimen organizado y la corrupción. La mayoría respalda al salvador (50, 60, 70 o hasta 80%, dependiendo de la encuesta).

Este enorme margen de maniobra permitiría a López Obrador hacer lo que guste, apenas limitado por los 10 votos que le faltan en cada Cámara para tener mayoría calificada, por un par de gobernadores, y por un puñado de organismos autónomos, empresarios y opinadores. Lo que no queda claro es qué hará con este inmenso poder, porque además no encabeza un grupo político organizado, sino un frente conformado por facciones con objetivos incluso contrastantes. El riesgo lo identificaba Luis Rubio, en su excelente texto del domingo pasado, “para muchos, AMLO es un ser superior, pero para otros es un mero instrumento para avanzar sus agendas”. Para ellos, “… lo importante es tener el poder para llevar a cabo un cambio radical y no el gobernar para toda la ciudadanía”.

Ese cambio radical parecería pasar por lo que Jorge Zepeda Patterson aclaraba en su texto “La democracia no se come”, publicado en Sin Embargo el 9 de enero. En él, afirma que la democracia no ha resuelto la desigualdad en México y por ello habría que tener confianza en el salvador: “Al trabajar a favor de los pobres, López Obrador estaría sembrando los cimientos para una sociedad con más apetito por un orden democrático”. Este camino ya ha sido recorrido por muchos y no lleva a la democracia, sino a la tragedia, sea la decadencia de Cuba o Venezuela, o el golpe de Estado de Chile, por usar ejemplos de este continente.

Como en toda religión, el salvador tiene sacerdotes, acólitos, fieles e inquisición. Construye un dogma reinterpretando la historia (como ayer decía Ugalde). Sus detractores son herejes a quienes no se debe escuchar. Los grupos se van definiendo, la polarización cristaliza, el diálogo desaparece.

No hay evidencia que destruya una creencia, como usted sabe, de forma que estos movimientos carismáticos suelen ser muy peligrosos. Para eso, precisamente, se inventaron las instituciones democráticas, para tratar de controlarlos.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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